El destino de los corderos

La República de Daguestán ocupa el primer lugar por el número de cabezas de ganado menor. Los criadores de ovejas tendrían que ser considerados personas honorables y no pobres. Sin embargo ellos mismos dicen que su profesión es una de las más despreciadas. “Apacentar corderos se considera una deshonra. Todo el mundo cree que los pastores son unos tontos”, dice el hijo de uno de los criadores de ovejas.

 

Las ovejas se han despertado y dan balidos. El pastor Alimirzá fuma a la entrada de la cabaña. Cuando mira hacia las montañas en sus ojos se refleja el sol, como en el lago que se esconde en el valle. Si por la mañana no hay niebla, el día será bueno.

 

Jochbar, el hijo de diecinueve años de Alimirzá, lleva a pacer a las ovejas, 1.200 cabezas. Alimirzá mira al cielo. Está limpio. Podría no haber mandado a Jochbar. En un día claro estas tres colinas de pendiente suave son como tres palmas de la mano. Pueden quedarse sentados a la entrada de la cabaña, dando caladas a un cigarrillo y vigilar las ovejas desde la lejanía porque las montañas las sostienen en sus palmas. Alimirzá tiene dos hijos y eligió a Jochbar para traspasarle su cayado.

 

Las montañas, por donde pacen ahora sus corderos, son “el sitio más fácil” de entre todas las tierras que pertenecen al pueblo avaro de Sivuj. Pero también está “el más difícil”, a nuestras espaldas, allí, donde las montañas son escarpadas y el pastor no puede estar sentado como ahora, fumando a la entrada de la cabaña. En ese terreno Alimirzá apacentó sus corderos el año pasado. Pero tras trabajar un año en la zona considerada la más difícil, al año siguiente el pastor tiene derecho a elegir cualquier pasto. Alimirzá escogió el lugar más fácil y ahora disfruta de la vida, observando de lejos la figura morena y delgada de Jochbar.

 

La calma aparente de los pastores


Los pastores se pasan media vida en silencio. Cuanto menos palabras, menos motivos para ofenderse. Aunque los pastores recuerdan mucho tiempo los agravios.

 

- ¡Salam aleikum! – Un anciano de barba canosa sale de la cabaña. Lleva un jersey viejo, a su espalda deja una botella de plástico vacía envuelta con un cordel. Es el pastor Abduljalim. Tiene muchos dientes de oro pero le faltan los de delante y cecea.

 

A pesar de la tranquilidad que se oye y se ve, en las montañas hay continuamente una guerra por los pastos. Un montoncito de piedras blancas o unos palos cortos delimitan las 'fronteras concretas'. Los pastores del pueblo no violan las fronteras pero cada año aparece algún pastor forastero que trata de empujar sus ovejas a un territorio que no le corresponde.

 

Alimirzá mueve la cabeza mientras corta una sandía. Abduljalim se sienta en la hierba extenuado, coge un pedazo de sandía y lo mordisquea con los dientes laterales.

 

“Desde el año 69 trabaja de pastor”, cuenta Alimirzá sobre Abduljalim. “Tiene dos hijos pero no quieren ser pastores. No tiene nadie a quién traspasar su cayado”.

 

El tiempo transcurre lentamente. El día yace inmóvil sobre las tres montañas, como si se tratara de una imagen de una pantalla que ha quedado congelada en una pausa. Solo los perros ovejeros del Cáucaso de vez en cuando cambian de posición.

 

“¿Con qué sueña?”, le pregunto a Alimirzá.

 

Parece que estuviera esperando esta pregunta. El cambio repentino de expresión en su rostro asusta.

 

“Sueño con que la televisión llegue hasta aquí y muestre qué pasa”, espeta con acento.

 

Muevo la cabeza hacia mi alrededor, intentando fijar con la vista lo que pasa. Aquí no pasa nada.

 

“¿Y qué es lo que pasa aquí?”

 

“¿Cómo que qué?”, explota Alimirzá. “Este año llevé los corderos a la estación veterinaria para vacunarlos contra las garrapatas, me pidieron un rublo por cada cabeza. ¡Y yo no pagué! Dije: 'Si no tengo razón, métanme en la cárcel! Pero no voy a pagar...'Ahora, la verdad, no sé como voy a sacar de allí los corderos en otoño”.

 

Alimirzá enmudece, reviviendo el agravio sufrido hace unos cuantos meses.

 

La trashumancia


Cada año en octubre los rebaños se marchan a pasar el invierno. A finales de mayo regresan a las dehesas de verano. La trashumancia dura seis días. Entonces desde Sivuj salen coches llenos de parientes y primos de los pastores que rodean al rebaño y lo acompañan. Cada vez los traslados son más complicados: aumenta la cantidad de coches que se encuentran por el camino, sobre todo en zonas de viviendas.

 

“¡Saque a sus corderos, tengo prisa!”, Alimirzá da un brinco y hace una mueca.¡Durante la trashumancia me encuentro a unos dos mil coches cada día! ¡No puedo cederles el paso a todos! ¿Y por qué me exigen que pague un rublo? ¿Las instalaciones para vacunar quién las ha construido? ¿Acaso el padre de los veterinarios? Las construyó la Unión Soviética. ¿Y si por lo que sea no vacuno a mis corderos y cogen la caracha?.

 

El sol todavía no se ha puesto pero en la montaña ya se empieza a vislumbrar el atardecer. Jochbar lleva el rebaño de vuelta. Agarro el bastón de Alimirzá y lentamente subo a la montaña, al cabo de quince minutos me uno al rebaño. Los perros ganaderos, parecidos a lobos, gruñen y muestran sus dientes al intruso.

 

Jochbar se saca la camisa y la agita sobre una oveja. Se juntan en una masa rizada, y el joven pastor la corta con su cuerpo. El rebaño, como una inquieta gota de mercurio, se esparce en partes desobedientes. Las juntamos con gritos y palos.

 

“¡Ja!” “El sonido tiene que ser desagradable, para que se asusten”, me enseña Jochbar. –Si las que están delante van tirando, el resto también seguirá.

 

Muchas ovejas pero pocos pastores


Dicen que Daguestán es la república que ocupa el primer lugar en el país en cuanto a la cría de ovejas, pero no hay suficientes pastores. Una gran parte de los pastores en activo son ancianos. Además, dicen que las grandes explotaciones daguestaníes se adscriben muchas más cabezas de ganado de las que en realidad tienen para recibir más dotaciones del gobierno. Y aquí nadie cuenta los corderos en serio. Incluso antes de dormirse. Ni si se padece de insomnio.

 

Una vela arde en la cabaña. Ya ha caído la noche. En las montañas el día avanza lentamente pero la noche cae deprisa, como si sobre la cabeza tiraran un capote de fieltro negro.

 

“Aquí hay muchos lobos”, dice Alimirzá, sentado en una yacija y bebiendo sorbos de té de una taza. “Antes no había tantos, pero tras los bombardeos en Chechenia todos huyeron y se vinieron hacia aquí”.

 

En la columna, clavada en la tierra en el medio de la cabaña, hay colgado medio cordero secado y abierto en canal. En la esquina, detrás de la yacija, hay unos sacos tirados con sal y con harina de tercera categoría. Con la harina preparan comida para los perros, y la sal la esparcen en las piedras para las ovejas, en la montaña les es imprescindible.

 

Más allá de la cabaña impera la oscuridad y un estridente silencio. Jochbar friega los platos. “Te lo juro, venderé los corderos y compraré un coche a mi hijo”, dice Alimirzá desde la yacija, mirando con melancolía al hijo mientras frota la cazuela. “No quiero que mi hijo sea pastor”.

 

Alimirzá hace de pastor desde hace casi veinte años. Desde que regresó del ejército. Sale de la barraca, alza la escopeta de dos cañones, apunta a alguna estrella, el sonido seco del disparo se zambulle en el lago, vuela hacia las tres laderas de las montañas desde donde sale hacia fuera y un largo eco pasea por los desfiladeros.

 

Estirada en el saco de dormir en el suelo y cubierta con el capote negro de Alimirzá, miro al cielo, y lamento que en Moscú las estrellas estén tan lejos. El aire nocturno en seguida me adormece. En medio de la noche me despierta un aliento cercano a mi oído. Muevo la cabeza por debajo del capote, tengo miedo de mirar si es un lobo o un perro. Alimurzá oye algo y sale de la cabaña. Los perros del rebaño se ponen en marcha. Las ovejas empiezan a balar. Un disparo de nuevo se desliza sobre las montañas.

 

Pronto por la mañana Jochbar lleva el rebaño al aprisco vecino, donde Alimirzá separará los machos sementales. Todavía faltan dos meses para la trashumancia. Las ovejas deben parir en invierno, de otra forma los añojos no resistirían el viaje.

 

“No es rentable criar corderos” , dice Alimurzá.  “¿Y la lana?”, pregunto.

 

“De la lana no obtenemos nada. Un kilo cuesta 15 rublos (unos 50 centavos de dólar), un cordero da dos quilos de lana al año, y por la esquilada hay que pagar treinta rublos.

 

“¿Y la carne?”

 

“Es con lo único que se puede ganar un poco, con la carne. En Moscú y en San Petersburgo compran el ganado joven a ciento cincuenta rublos el kilo”.

 

Según las estadísticas locales, los gastos para criar un cordero son aproximadamente unos 1.600 rublos (unos 50 dólares) al año. El beneficio neto de un cordero es más o menos de 1.000 rublos (sobre los 30 dólares). Aunque los pastores se quejen de ser pobres su profesión está todavía en los límites de la rentabilidad.

 

“¿Y por qué se dedican a criar corderos si no es rentable?”

 

“¿Y qué podemos hacer?”, Alimirzá se encoge de hombros. “¿Quedarnos sin trabajo?”

 

“¿Y qué te hace feliz?”, digo para despedirme. “¿Por qué tienes ganas de vivir?”

 

“¡Mañana!”, contesta.  “¿Qué? ¿Mañana?!

 

“Tengo ganas de vivir porque mañana será mañana”.

Versión reducida del reportaje publicado originalmente en Russkii Reporter

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