Grigori Rasputin
Alamy/Legion Media“Las calles de San Petersburgo tenían un aspecto festivo, los peatones se paraban unos a otros y, alegres, se felicitaban y saludaban no solo a los conocidos, sino también a los desconocidos… En las iglesias de toda la ciudad se celebraban misas de agradecimiento, en todos los teatros el público pedía que sonara el himno y pedía bises entusiasmado”. No es esto la celebración de una victoria o el fin de una guerra. Con este alborozo se celebró en la capital rusa el 31 de diciembrede 1916 la noticia del asesinato la noche anterior de Grigori Rasputin.
Poco más de diez años antes, cuando este campesino siberiano casi analfabeto acababa de llegar a San Petersburgo, nadie podía esperar que al poco tiempo su palabra sería decisiva en la toma de providenciales decisiones de Estado, ni que el odio general hacia él llegaría a ser tan alto.
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Cuando Rasputin llegó a San Petersburgo, en algún punto entre 1904 y 1905, ya le consideraban un hombre religioso, un viajero que peregrinaba por los monasterios y los lugares santos. Se decía que poseía capacidades excepcionales y que podía sanar a los enfermos.
En San Petersburgo se interesaron por él muchos hombres religiosos influyentes, entre los que se encontraba el archimandrita Teofán, confesor de la familia del zar. Según una de las muchas versiones, fue él quien presentó a Rasputin a la zarina Alexandra Fiódorovna y al emperador Nicolás II.
En aquel momento Rasputin causó una gran impresión entre las personas que gozaban de una reputación impecable, como era el caso de Teofán. “El padre Teofán se fijó en el visitante porque vio en el la imagen del verdadero “esclavo de Dios”, de un “hombre santo” — recuerda el metropolitano Veniamin, compañero del archimandrita. Este starets siberiano, que entonces no tenía más de 40 años, también le fascinó: “Rasputin me produjo en seguida una fuerte impresión, tanto por la inusual intensidad de su personalidad como por su aguda comprensión del alma”.
El historiador de la iglesia Gueorgui Mitrofánov asegura que “Rasputin no era un impostor, sino que era un hombre que estaba realmente dotado de un modo especial de ver el mundo y de unas capacidades espirituales especiales”.
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Al llegar a la corte del zar logró ganarse el favor del matrimonio imperial. Su influencia tuvo más efecto en la zarina, Alexandra Fiódorovna. Dicen que el santón ayudó a sanar al heredero Alexéi, que padecía hemofilia.
Según numerosos testigos, en los casos de agravamiento de la enfermedad, cuando los médicos eran incapaces de ayudar al niño, Rasputin conseguía que mejorara. Según la princesa Olga Aleksándrovna, citada por Vorres Yen en su libro La última gran princesa, la participación de Rasputin influía positivamente en la salud del heredero. Estas declaraciones son todavía más interesantes si tenemos en cuenta que la princesa no tenía una buena opinión del siniestro monje.
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La cercanía a la familia real (Rasputin llamaba “mamá” a la zarina y “papá” al zar) no podía dejar de influir en el comportamiento de este campesino siberiano. Según escribe en su libro Grigori Rasputin, el nuevo el historiador y escritor Alexéi Varlámov, Rasputin comenzó a alardear de sus lazos con el Palacio de Invierno y a ofrecer protección a todo tipo de solicitantes, a los que recibía en su gran apartamento en el centro de la capital. Escuchaba sus peticiones, intentaba no negarles nada, les daba dinero, llamaba sin dudar a algún gobernante si lo consideraba necesario.
Varlámov cuenta como Rasputin llamó al Ministerio del Interior y ordenó al funcionario que respondió al teléfono que llamara “a Alioshka, tu ministro”. El starets se refería a Alexéi Jvostov, ministro del Interior desde 1915 hasta 1916.
En los años 1910-1911 la vida de Rasputin lo alejó de la imagen de hombre justo con la que había aparecido en San Petersburgo. Por la capital corrían rumores sobre su embriaguez, su libertinaje y sus peleas, así como su capacidad para hipnotizar a las mujeres. Cuando se lo reprochaban, él alegaba que eran las mujeres quienes intentaban acercarse a él y aseguraba que solo a través del pecado se podía conocer la bendición.
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Sin embargo, los rumores más extendidos hacían referencia a sus relaciones con la zarina. En Rusia se comenzó a decir que “Grishka” vivía con la emperatriz y con sus hijas. “Solo tengo el alma tranquila y descanso cuando tú, maestro, estás cerca de mí, y beso tus manos y descanso la cabeza sobre tus benditos hombros”, se lee en una de las cartas reales de Alexandra Fiódorovna a Rasputin, que fueron impresas y distribuidas a finales de 1911 por San Petersburgo. Según el primer ministro Vladímir Kokovtsov, las cartas “daban pie a los más escandalosos chismes”, aunque eran “una manifestación de una intención puramente mística [de la zarina]”.
Parece ser que fue el mismo Rasputin quien entregó las cartas para que salieran a la luz al monje exclaustrado Iliodor, que al principio se encontraba bajo la influencia del “starets” y después se convirtió en uno de sus peores enemigos y publicó un libro sobre él titulado El demonio santo.
Poco después del escándalo de las cartas, uno de los diputados de la Duma Estatal solicitó oficialmente información sobre Rasputin a las autoridades y su nombre apareció en los periódicos de todo el país. El prestigio del monje había recibido un gran golpe.
Felix Yusúpov. Foto: RIA Novosti
A pesar de los escándalos que obligaron a Rasputin a abandonar San Petersburgo durante unos meses, su influencia no hizo más que crecer. El mencionado Alexéi Jvostov y el primer ministro Borís Shtiurmer, como algunos otros, debían sus cargos al starets siberiano.
Esto no era ningún secreto y comenzó a debatirse en el marco de la prolongada Primera Guerra Mundial, que se desarrollaba francamente mal para Rusia. Comenzó a correr el rumor de que la razón de los fracasos era la traición, y de pronto se recordaron las raíces alemanas de la emperatriz.
La sociedad añadió a Rasputin a la lista de supuestos agentes alemanes. Las nubes negras se cernieron sobre el monje. Según escribe Varlámov, durante sus últimos meses Rasputin se dio especialmente a la bebida, como si se anticipara a su propia muerte, que, como él mismo había profetizado, conllevaría también la muerte de la dinastía del zar.
El desenlace llegó el 16 de diciembre, en casa de un familiar del zar, el príncipe Félix Yusúpov, que organizó un complot para salvar el prestigio de la familia imperial. Según recordaba Yusúpov, los miembros de complot, entre los que se encontraban también el gran príncipe Dmitri Pávlovich y el diputado monárquico Vladímir Purishkévich, primero dieron de comer a Rasputin pasteles envenenados, después le dispararon varias veces y por último lo enterraron en un hoyo.
Dos meses después de la muerte de Rasputin la monarquía fue derrocada. Los destronados Alexandra y Nicolás Románov, junto con sus hijos, fueron enviados primero a Siberia (por el camino pasaron junto a la aldea en la que vivió Rasputin) y después fueron fusilados junto con sus guardias en el sótano de una de sus casas en Ekaterimburgo. Tras el fusilamiento, en casa de los miembros de la familia real se hallaron 57 iconos, tres de los cuales eran regalos de Rasputin.
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