Se trata de una antigua tradición que se remonta al siglo XIX.
APUn grupo de personas apasionadas por el ballet. Habitualmente gays de clase media y sin familia. Parece que para ellos era un gran placer y una especie de trabajo. Gracias a esto podían permitirse conseguir pantalones vaqueros, grabadoras de vídeo y un televisor Sony, que eran objetos de lujo en la URSS. Aunque no ganaban tanto como los claqueros del siglo XIX.
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En el Teatro Bolshói, por ejemplo, había unas diez personas. Tres lo hacían regularmente y el resto eran estudiantes como yo. Todos tenían muy buenas relaciones con las estrellas de ballet.
Habitualmente estábamos en la parte más alta, en la cuarta planta del entrepiso. Nuestro lugar favorito era junto al escenario. Desde allí no podíamos ver la decoración pero podíamos ver perfectamente cada movimiento de los artistas y de la orquesta.
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Casi hasta el final de mis estudios, durante más de tres años. Luego comenzó la perestroika y todo empezó a cambiar, tanto en mi vida como en la vida del teatro.
A finales de la década de los años 80 era un estudiante joven con ganas de divertirme. Me dio por el teatro, y un día quería conseguir una entrada al Bolshói.
Un hombre de mediana edad se me acercó: “¿Quieres ir al teatro?” Me entregó en la entrada y nos fuimos adentro. Era uno de los claqueros y rápidamente nos hicimos amigos. Lo hizo porque le caí bien. Allí la mayoría de la gente allí era homosexual.
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Para mí, un joven que llegaba desde la lejana Chechenia, toda esa alta sociedad me parecía un sueño. Me hablaba de fouette, pas de trois, así como de la vida teatral en general. También me informaba sobre quién ejercía su oficio de buena o mala manera.
La siguiente vez que llegué allí me pidieron que aplaudiera y lo hice.
Nuestro objetivo era animar al público y cuando empezamos a aplaudir y a gritar la sala seguía detrás. Aplaudíamos a todos: a las entonces prima ballerinas Natalia Bessmértnova y Nina Ananiashvili o a Serguéi Filin, ex director artístico del Teatro Bolshói que hace unos años fue atacado con ácido. Nunca silbamos a nadie, eso lo inventaron en cine.
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Todo provenía de la dirección del teatro. Entonces el coreógrafo principal era Yuri Grigoróvich y gracias a él recibíamos entradas gratis. A mí no me importaba ganar dinero o no, solo quería entrar en ese mundo mágico.
Hacía preguntas a mis “mentores”. ¿Para qué sirve aplaudir como a gente consagrada como Ananiashvili, por ejemplo? Ella ya sabe que baila genial. Me decían que se trataba de una tradición, porque a todo el mundo le gusta sentir el éxito, oír los gritos y los aplausos, así como recibir flores tras el espectáculo.
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No. Pero se podían conseguir entradas por unos 1,8 rublos y venderlas por un precio entre diez y veinte veces más y con la gente extranjera podíamos ganar incluso más dinero. En la época soviética las transacciones con moneda extranjera no estaban permitidas y por eso tuve problemas con la policía.
Conseguir entradas era un auténtico dolor de cabeza. Los sábados se vendían entradas a una hora concreta y las taquillas se llenaban de gente. Había largas colas, la gente pasaba incluso las noches allí, y solo se podía comprar un número limitado. Luego las podían vender por precios altísimos o intercambiar por otras mercancías, incluso alimentos, porque era una época en la que había un déficit.
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