Encontrar este nuevo punto cultural en una de las calles peatonales más famosas de Moscú es bastante complejo. La mezcla de escaparates de tiendas, coloridos suvenires, anuncios humanos ambulantes y todo tipo de restaurantes parece diseñada para hacerte perderte en el camino. El lugar al que te lleva tu aplicación móvil está ocupado por un solitario y tembloroso vendedor ambulante de ushanki, muñecas matrioshka y estatuillas de Lenin (y Trump, por alguna extraña razón).
De repente, mi camino se ve bloqueado por un verdadero caballero con armadura brillante, que está allí para beneficiarse de los turistas, consiguiendo que estos se desprendan de su dinero a cambio de una foto. Después de sacarme un cigarrillo, me explica que el Museo de la Prostitución está abajo, en el sótano: “Mira esa puerta de cristal, justo al lado de ese tipo peludo...”.
“El tipo peludo” era el director del museo, Valeri Perevérzov, que en efecto encajaba en la descripción dada por el caballero, con su barba espesa. Acababa de terminar con el grupo anterior (visiblemente impresionado). Mientras bajaba las escaleras, recuerdo haber oído “qué chulo”, “genial” y “tampoco es para tanto”. El museo encontró su ubicación dentro del WC de otro de los establecimientos de Perevérzov: el Museo del Castigo Corporal, que abrió sus puertas hace ocho años.
Perevérzov desengancha amablemente la cuerda roja de la barrera y me deja entrar. Inmediatamente me rodearon anticonceptivos de antes de la guerra, sostenes, bragas y otras cosas, produciéndome todo esto un suspiro interno de emoción.
Para prepararme para la visita, leí cada crítica de tipo comunista acerca de la “vulgaridad y falta de gusto" con la que pude hacerme y me imaginé caminando por aquí, echando miradas muy inteligentes o desaprobatorias a los distintos objetos expuestos. Afortunadamente, todo esto resultó ser innecesario, al igual que andar mucho en su interior: este museo, con precio de 100 rublos de entrada, ocupa un área tan modesta que todos mis movimientos estaban restringidos a girar 360 grados sobre los talones.
Las paredes lucen adornadas con fotografías de prostitutas de los siglos XIX y XX, hay libros esparcidos por el suelo, junto a pedazos de figuras de muñecas. Los estantes están llenos de pequeños objetos decorativos, mientras que en un asiento rojo de inodoro, por algún motivo, tiene un cinturón de castidad para hombres colgando sobre él. Una palmera sobresale de debajo.
Tengo tiempo de inspeccionar la exposición tres veces mientras el dueño termina una emocionante discusión con unos amigos en la que describía una noche de fiesta que se volvió sangrienta e incluía a unos skinheads.
“Un ‘arte de cuarto de baño’ muy curioso”, le comento.
“Sí, por supuesto. De hecho es un baño con ‘arte de baño”, responde, intentando explicarme el concepto.
“Una cosa, ¿esto es toda la exposición?”, pregunto desconcertado.
“Cualquier persona que deambula por aquí parece tener la sensación de haber sido engañada. ¿Qué quieres decir con que si ‘es toda la exposición’? De esto va la prostitución”, prosigue Perevérzov en su discurso, con una visible y extrema confianza visible en sus comentarios. Según él, el museo debe provocar una sensación de suciedad, incomodidad y vergüenza.
“Cualquier persona que visita este lugar...”, continua mientras me hace señas desde una silla en la que acababa de sentarse. De repente, me veo rodeado de ropa secándose, con un frasco cerca, que contiene lo que parece alguna parte de un cuerpo humano conservada en alcohol.
“Se supone que el visitante debe quedar perplejo por lo que le rodea, como para preguntarse qué tipo de monstruo se sentaría en esta silla ¿podría ser un asesino en serie, o algún otro tipo de cretino? Y estuvo aquí hace unos momentos… Sentimientos similares a los que se tienen cuando se visita a una prostituta. Se supone que uno se siente incómodo”.
“En realidad, la silla es un poco más cómoda y cálida que la calle Arbat”, comento.
Con la visita al local terminada, pregunto a Perevérzov cuánto tiempo le tomó coleccionar su exposición, o por lo menos las piezas de esta que podrían ser calificadas como antigüedades, distintas de las que parecen cosas que se pueden encontrar en un puesto de mercadillo.
Entonces comienza a esquivar suavemente mis preguntas, simplemente respondiendo que es “un subastador y cazador de antigüedades de la vieja escuela”, y que por lo general lo encuentra todo rápidamente. Añade que colecciona gorras sin punta, pero no con fines de exhibición.
Entonces, ¿cómo se materializó la idea del su Museo de la Prostitución?
“Esta idea la llevo gestando bastante tiempo”, dice. “Siempre supe que sería un éxito y causaría revuelo. Pero no sabía cómo organizarlo. La idea del baño me vino hace tres semanas. De repente me dije que la exposición sería... un baño. No sé por qué. Inmediatamente envié la idea al ‘departamento de sanidad’, que es mi esposa. Ella dijo que se vería ‘genial”.
“Pero usted también fue amenazado por activistas ortodoxos. Cómo resolvieron el problema”, pregunto, mientras otro cliente feliz nos pasa por delante.
“Los activistas cristianos vinieron precisamente hoy. Les expliqué que el museo estaría en un baño. Esto les sorprendió, pues ya parecían dispuestos a 'romper y destruir todo lo que tenían a la vista”. Terminó con un apretón de manos, y ellos nos deseaban “éxito”. Así que todo está bien”, añade Perevérzov.
“¿Y cuál es el público objetivo principal del museo?”, inquiero.
“Desafortunadamente, el 'intelectual ruso'. Digo ‘desafortunadamente’ porque es un segmento muy pequeño de la población”, responde pensativo.
Antes de partir, el cristiano que hay en mí me obliga a desear éxito y prosperidad al dueño’. Una cosa, sin embargo, me preocupa: ¿me debo incluir en el círculo de “intelectuales rusos”?
En la entrada veo a un grupo de jóvenes que parecen forasteros y acaban de ver el museo. Resulta que son de Ámsterdam. En un ruso aceptable, se las arreglan para hacerme entender que, por supuesto, el tema de sexo es un poco diferente en mi país que el suyo, pero que la existencia de un lugar así es un sólido paso en la dirección correcta.
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