Es la Moscú soviética de los años 60. Un joven dandi, vestido con estilo, se pasea por el centro comercial GUM o junto a un hotel de lujo. Está buscando extranjeros que visiten la URSS en un viaje turístico. “¡Bienvenidos a Moscú! ¿Puedo ayudarle en algo? ¿Quieres que te muestre el lugar? ¿Quieres venir a una fiesta en una auténtica casa soviética?”
Así es como un típico fartsóvshchik comenzaba a “trabajarse” a los visitantes extranjeros: ser amable, sonreír, hablar inglés y mostrarles la Moscú que nunca verían como parte de un grupo turístico oficial. Su objetivo: hacerse con productos fabricados en el extranjero, desde chicles hasta vaqueros, desde divisas hasta bolsas de plástico de marca.
La mayoría de la ropa hecha en la Unión Soviética era uniforme; los artículos con un estilo marcado eran escasos. Había dos maneras de que un ciudadano soviético se volviera chic: o compraba cosas en el extranjero (muy poco probable, ya que había que conseguir el visado de salida para ello) o compraba ropa de marca y con estilo a los fartsóvshchiks.
“No había nada para elegir en las tiendas”, dice Ekaterina Danílova, que era adolescente a principios de la década de 1980. “Cuando la gente veía una fila que conducía a una tienda, se colocaban en ella y esperaban sin saber absolutamente nada de lo que iban a comprar: a veces eran sombreros, a veces era maquillaje...”
En contraste, los fartsóvshchiks, eran chicos atrevidos que se ganaban la vida intercambiando bienes con extranjeros, consiguiendo artículos de marca que estos habían traído al país y, más tarde, revendiéndolos a sus compatriotas para obtener lucrativas ganancias.
La fartsovka era un negocio arriesgado dirigido por atrevidos jóvenes llenos de recursos, normalmente progresistas y educados. A diferencia de un negocio convencional gobernado por la mano invisible del mercado, la fartsá era un estilo de vida guiado por su propio código de honor. Un fartsóvshchik nunca vendería un artículo falso o sobrevalorado a otro fartsóvshchik o a un cliente habitual, pero sí que podría subir artificialmente el precio negociando con un comprador aficionado o engañarlo de otras maneras.
“Mis amigos y yo vendimos una vez un juego de vaqueros infantiles en el mercado cerca de la estación de tren de Kíevskaia, asegurando que eran de goma (por su mayor durabilidad)”, recuerda Vasili Utkin, un fartsóvshchik jubilado.
Todo esto empezó en la Unión Soviética a finales de la década de 1950, cuando surgió en las principales ciudades de la URSS la subcultura de los stiliagui, hípsters soviéticos que adoraban el estilo de vida estadounidense. A estas personas les gustaban las coloridas telas hechas en el extranjero y las cosas de marca etiquetadas en consecuencia. Fueron los primeros vendedores y clientes de todo el movimiento fartsá que más tarde se extendió en la sociedad soviética.
A veces, el negocio podía volverse muy lucrativo... y muy peligroso. Es tristemente famoso el caso del ciudadano soviético Yan Rókotov, ejecutado por un pelotón de fusilamiento en 1961 por crear un elaborado plan que se asemejaba al inocente fartsovka pero que implicaba transacciones masivas en moneda extranjera. La policía soviética registro su apartamento y encontró la sorprendente suma de 1,5 millones de dólares (12,5 millones de dólares en valor actual) en moneda extranjera y lingotes de oro. Aunque los fartsóvshchiks de a pie no eran procesados tan severamente, eran sido fuertemente presionados por la policía y el estado, que prohibía todas las iniciativas empresariales privadas.
Aunque la escala operativa de los fartsóvshchiks comunes no era tan impresionante como la de Rókotov, solían obtener grandes beneficios. Los vaqueros de marca tenían un precio de 150 rublos soviéticos, cifra que igualaba al ingreso mensual de un proletario medio en la década de 1980. Los chicos soviéticos algunas veces quedaban fascinados por las hazañas de los fartsóvshchiks.
“En 1982 estaba estudiando en la escuela primaria. Una vez un maestro nos dijo: ‘Hay gente que vende la Patria, ofrecen emblemas soviéticos a los extranjeros’. Y nos dijo los precios exactos que estos pedían a cambio. Después de la lección corrí a la tienda más cercana y gasté todo mi dinero de bolsillo en pines soviéticos [Gloria al Partido Comunista de la Unión Soviética]. Gané unos 50 rublos vendiéndolos a turistas extranjeros, a pesar de que el salario medio mensual en el país era de 120 rublos”, dice Evgueni Semiónov, que más tarde empezó a vender a los soviéticos pantalones vaqueros, revistas, chicles y otras cosas hechas en el extranjero.
Además de los vaqueros, botas y otros artículos de moda, los fartsóvshchiks comerciaban con discos de vinilo, alcohol de fabricación extranjera, sistemas de audio antiguos, cigarrillos (especialmente los de la marca Marlboro) e incluso coloridas bolsas de plástico de marca. En el país donde el gobierno limitaba el acceso a esos bienes, la gente tenía un apetito insaciable por todo lo extranjero.
A finales de la década de 1980 y principios de la de 1990, el aislamiento soviético terminó y la gente comenzó a viajar más. Las mercancías y la ropa extranjeras entraron lentamente en el mercado soviético. La fartsá dejo de ser necesaria.
“A principios de la década de 1990 me las arreglé para comprar unas paletas de pimpón vietnamitas que eran realmente raras. Sin embargo, para mi sorpresa descubrí que las tiendas ya estaban llenas de ellas”, nos contó Guennadi Zhítnikov, un ex fartsóvshchik.
Con el tiempo, la fartsá se transformó en el primer negocio legal de la nueva Rusia, convirtiéndose en sólo un recuerdo, pero también en una fuente de inspiración para los cineastas rusos.
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