Dibujado por Valeri Barikin
En la Unión Soviética, en torno al sexo siempre hubo un halo de prohibición. Pero sexo había, por supuesto. En grandes cantidades, no menos que ahora.
Pero hablar del tema se consideraba de mal gusto e indecente. Es muy popular esta anécdota: en 1986, en un programa de televisión, el Telemost (telepuente) Leningrado-Boston, una mujer rusa declaró: “No hay sexo en la Unión Soviética”. Pero se trataba de un malentendido: en realidad, se refería a que no había sexo en la televisión.
Ya antes, en 1977, se había publicado un libro de Gueorgui Vasilchenko, Sexopatología general, en el que resumía sus experiencias y describía a una pareja que había acudido a su consulta. Su experiencia vino a probar que muchos problemas se debían a que las personas no sabían cómo hablar de sexo.
Para nombrar el acto sexual y los órganos genitales, solo había palabras obscenas o términos médicos: ni unas ni otros resultaban estimulantes para entablar una conversación sincera.
Otro escándalo se desató en 1978, cuando en la pantalla se estrenó la película Una mujer extraña, que narraba la historia de amor entre un joven y una mujer madura. De esta película se escribió una reseña en el diario Komsomólskaya pravda, que decía así: qué tiene de extraño, si en la Unión Soviética uno de cada tres matrimonios se divorcia. Por aquel entonces yo trabajaba en la Academia Diplomática y de esta noticia me enteré por la mañana leyendo un periódico griego, pues llegó a las páginas de toda la prensa mundial. El número de divorcios, incluso comparado con el de Occidente, era muy elevado.
En la década de 1920, el poder soviético soltó las riendas en todo lo referente al sexo. La liberación de la sexualidad y la emancipación de la mujer se enmarcaban en la misma lucha que se libraba en el campo de la religión, los centros educativos, la enseñanza del griego y del latín, los uniformes prerrevolucionarios, las tablas de rangos, etc. Al mismo tiempo, se despenalizó la homosexualidad. Los divorcios eran totalmente libres: se podían obtener sin poner al corriente a la pareja.
Luego, cuando Stalin puso en marcha la política imperial se prohibieron los abortos, se criminalizó la homosexualidad y el divorcio pasó a convertirse en un asunto que requería mucho tiempo. Incluso en la década de 1960, si uno quería divorciarse, había que publicar un anuncio en Vechérnaya Moskva. Sólo las personas muy influyentes podían divorciarse sin que trascendiera.
Después de la guerra hubo una gran carencia de hombres, así que se anuló la pensión alimenticia. La cuestión del reconocimiento de la paternidad era algo que no se planteaba: si una mujer no estaba casada simplemente se ponía una raya en el certificado de nacimiento del niño.
Después, cuando a principios de la década de 1950, la situación empezó a nivelarse, de nuevo se tomaron medidas para fortalecer la institución de la familia. Aparecieron los aliméntschiki, padres incumplidores o malos pagadores de la pensión alimenticia. En la década de 1960, la caza de los aliméntschiki se sustituyó en parte por otro divertimento que gozaba de la aceptación general: la caza de los enemigos del pueblo.
De los padres incumplidores se ocupaban la policía y los tribunales, que enviaban a sus trabajos las órdenes judiciales. Por un niño había que pagar el 25% del salario; por dos, el 33%; por tres o más, el 50%. Los hombres se colocaban expresamente en empleos con el salario más bajo, daban la pensión alimenticia en base a ese salario y buscaban la manera de hacer más dinero realizando trabajos en negro.
Todos los aliméntschiki estaban firmemente convencidos de que con su dinero se daba de comer a un holgazán, esto es, al nuevo marido de su exmujer.
Las fotografías obscenas estaban muy solicitadas. Las vendían en los trenes unos hombres a los que, por alguna razón, se les llamaba bielorrusos. En efecto, parecían bielorrusos por ciertos rasgos: rubios, de pómulos salientes, con los ojos profundos y de un color azul brillante. Se fingían sordomudos, pero en realidad no lo eran. Se acercaban, te daban un codazo y sacaban las fotografías pornográficas.
Las imágenes se dividían en dos categorías desiguales: la menor parte de ellas eran copias de fotografías extranjeras; la mayoría eran encantadoras instantáneas de producción local. Todo sucedía en camas de hierro con los cabezales niquelados y almohadas de encaje y, en las paredes, colgaban reproducciones de cuadros con ositos del pintor Shishkin. Cada fotografía representaba una escena independiente.
Un paquete de estas fotografías costaba tres rublos (. En comparación, un paquete de cigarrillos Stolichni costaba 40 rublos, una botella de vodka 3 rublos (7 céntimos de euro), una entrada al teatro, 1,5 rublos (4 céntimos).
A veces las fotografías se vendían como una baraja de cartas. En el reverso de cada imagen había una señal: por ejemplo, la reina de tréboles. Además, circulaban relatos pornográficos manuscritos de producción local de temática rusa. Después aparecieron traducciones del inglés, había un famoso libro titulado Vacaciones en California.
El Kamasutra también circulaba en copias mecanografiadas. Pero, en la Unión Soviética, en el mercado negro de libros sólo se vendían obras ‘decentes’: Kafka, Pasternak, Tsvetáyeva. Había mercados en los que se vendía ciencia-ficción, mercados donde se vendía literatura religiosa, etc. Pero no había literatura pornográfica.
A principios de la década de 1970, se produjo otro avance: en la Unión Soviética apareció una serie de pequeños álbumes pornográficos y tebeos de contenido sexual explícito. Los fotografiaban y se imprimían de noche. La pornografía también llegó al cine en formato Super-8.
Era cine extranjero y se producía fabrilmente, a juzgar por su calidad. Las películas se importaban principalmente de Alemania. Eran películas grabadas como cine mudo: es decir, no era necesario el sonido para comprender la trama. Pero ¡tenían argumento! Todas las películas de las décadas de 1960, 1970 e incluso de 1980 tenían una trama ingeniosa o entretenida, así que era divertido verlas.
Los preservativos se vendían sin ningún problema en las farmacias. Pero no estaba bien visto hablar de condones y lubricantes en voz alta. En la farmacia, la mayoría de hombres se limitaba a hablar en un susurro, o bien pedían: “¡Un paquetito!”, o también: “una cajita de aspirinas”, acompañado de un guiño.
Entonces era imposible imaginar que acabaría habiendo enormes escaparates de cristal con preservativos en medio de una farmacia para que los clientes consultaran a los farmacéuticos sobre la calidad, el sabor, el color y el olor del producto.
“El paquetito” costaba dos kopeks. Había de tres tamaños. A los condones se les echaba talco y había que lubricarlos con vaselina o saliva, a gusto del interesado. Los preservativos importados aparecieron a mediados de la década de 1970.
Al principio, se importaban únicamente de la India, luego empezaron a aparecer otras marcas. Había los mismos métodos anticonceptivos que ahora, sólo que más dañinos. Las mujeres experimentadas enseñaban a sus amigas que era necesario ponerse “ahí” una rodajita de limón. Y la aplicaban directamente sobre la piel. En principio, funcionaba: era un ácido, después de todo. Pero las mujeres también se lavaban con permanganato de potasio: se levantaban de un salto de la cama y se iban corriendo al cuarto de baño: allí ya tenían preparada una taza con esta agüita rosa.
El sexo era una forma de resistencia al totalitarismo. No es de extrañar que Orwell escribiera que la meta del estado totalitario era subordinar el cuerpo, anular el placer sexual. Ahora hay un nuevo imperativo sexual: la depilación, el peeling, el fitness. Nuestras chicas eran muy diferentes: las había llenitas, delgadas, con las piernas torcidas, y nadie estaba acomplejado. El culto al cuerpo de los atletas no molestaba a nadie, pues todos entendían que eran deportistas, profesionales.
En la Rusia actual se rinde culto al plástico, a un cuerpo irreal, cuya imagen se manipula con Photoshop. Éste es otro totalitarismo: la dictadura de los anuncios publicitarios, de la moda. En la Unión Soviética todo era diferente, quizá porque todos éramos pobres y hacíamos el amor sin más. Por eso, había mucha menos prostitución. Era una época de gratuidad general, y no podía no incluir el sexo. ¿Para qué pagar por prostitutas? Era mejor irse a bailar.
Para encontrar a las prostitutas había que ir a los andenes de las grandes estaciones suburbanas. Estaban sentadas con las piernas estiradas y tenían el precio escrito en las suelas de los zapatos: sólo había que pasar por delante y mirar cuánto pedían por sus servicios. Las prostitutas de Moscú tenían dos tarifas: tres o cinco rublos. Las chicas se paseaban cerca de la parada de metro Prospekt mira.
Llevaban en la mano billetes enrollados de tres o cinco rublos: verdes o azules, así quedaba claro cuál era la tarifa por sus servicios. Pero pocos eran los que recurrían a las prostitutas: usar los servicios de una profesional era lo mismo que pagar por agua, cuando ésta salía de cualquier fuente. Abundaban las chicas dispuestas a entregarse sin necesidad de dinero a cambio, para disfrutar de los placeres del sexo.
Había, por supuesto, miedo a las infecciones. Miedo a la gonorrea o a la sífilis, enfermedades muy extendidas. Corrían muchas leyendas a este respecto. Por ejemplo, la gente sabía que con la sífilis se perdía la nariz, pero pocos sabían que esto sólo ocurría al cabo de diez años.
Por eso, los muchachos por la mañana, después de una noche ‘alegre’, se palpaban a conciencia la nariz. Los problemas también surgían por falta de higiene: la gente se lavaba poco y mal. Se solía decir que las chicas promiscuas se lavaban más a menudo; en cambio, las intelectuales se cambiaban de ropa interior una vez cada cuatro días, cuando se lavaban.
Incluso en la década de 1970 las chicas estudiantes que alquilaban una habitación en un piso comunal y se duchaban una vez al día tenían reputación entre sus vecinos de ser prostitutas. En aquel entonces se consideraba que sólo las prostitutas se lavaban todos los días.
Así era la edición rusa de Playboy en los tiempos de Hugh Hefner.
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