A medida que la carretera Chuiski se aleja de Gorno-Altaisk, de las tiendas de suvenires y de los pequeños pueblos a lo largo de la carretera, todo se hace más silencioso.
Esta sinuosa ruta siberiana, con sus pronunciadas curvas alrededor de los serpenteantes y turquesas ríos de Altái, da paso a un viaje meditativo a lo largo de la estepa Chuya, con su suave y soporífera monotonía.
No hay coches, ni turistas, ni árboles. Solo una carretera infinita asfaltada que cruza la estepa de color mostaza, llena de secos arbustos de hojas afiladas. La única forma que sobresale de la gran planicie son las crestas de las montañas. Es verano y el fotógrafo Daba y yo pedaleamos mientras oteamos la amarilla estepa Chuiski en busca de la granja kumís, perteneciente a una familia kazaja que nos está esperando.
En verano los habitantes de Gorno-Altaisk, sobre todo altaicos y kazajos (que llevan aquí medio siglo), cambian su vida en el pueblo por la vida en la estepa. Se dedican entonces a pastorear su propio ganado o el de otros, a trabajar en la granja de kumís o buscan otro empleo. Los Karanov, la familia kazaja, viven casi todo el año en la aldea Zhana-Aul pero en veranos se mudan con sus familiares a un campamento en la estepa: allí se ocupan de los camellos, supervisan a los pastores que trabajan para ellos y hacen kumís, una bebida agria a base de leche de yegua. La familia vive en una casa amarilla, apenas visible en la estepa y que recuerda a la casa de Dorothy de El mago de Oz, parece que si soplase el viento se la podría llevar junto con los que viven dentro.
“¿Kumís?”, nos invita a la mesa Zhanlobat, siguiendo una tradición kazaja. Dejamos las mochilas en nuestra habitación llena de botellas de kumís y nos sentamos en una mesa baja. Aitolyk, la mujer de la casa, llena nuestros platos con generosos pedazos de cordero y patatas que saca de la olla y sirve baursaki, un bollo local con mermelada. La familia se reúne alrededor de la mesa: niños, nietas, sobrinos, todos juntos.
"Después de que desaparecieran nuestras granjas colectivas en los años 90, nos quedó algo de ganado. Un par de ovejas, caballos, camellos y sarlyks (nombre kazajo para los yaks)”. Zhanbolat cuenta la historia sobre cómo comenzaron el pastoreo. “Entonces decidimos hacer nuestro kumís y actualmente somos los únicos en la región que lo hace de manera certificada. Nos compran tanto turistas como gente local”.
Zhanlobat se echa un poco más de kumís y también sirve a los huéspedes. Daba, fotógrafo y monje budista de la región de Transbaikal, lo rechaza. El kumís contiene entre 1% y 3% de alcohol y los lamas no beben alcohol. Yo lo bebo, pero poco a poco, porque tiene un sabor peculiar.
Después de comer seguimos a Aitolyk, la mujer de la casa, a su hija e hijos a los establos. La familia ordeña las yeguas cada dos horas desde las ocho de la mañana hasta la noche. Pueden ordeñar hasta diez litros de caliente leche con aire dulzón, que luego llevan a un barril especial y que dejan que fermente.
Zhanbolat no exageraba. La gente viene a la granja a comprar kumís cada día. Entre los compradores se encuentra una vieja pareja de Zhana Aul y algunos hombres jóvenes que piden kumís para una boda, en donde se valora más que el vino, el cognac o el vodka. También viene comerciantes que venden kumís certificado.
Cuando llegan los compradores toda la casa se moviliza. Aitolyk y sus hijas llenan las botellas y la habitación, que tiene un horno ruso tradicional, se llena de aromas agrios. Los hijos y los sobrinos colocan las pegatinas con la fecha de embotellamiento, mientras que Zhanbolat supervisa el trabajo e invita a los huéspedes alrededor de la mesa.
Reina el silencio tras la partida de los huéspedes. Los caballos roncan suavemente en los establos y las vacas se mueven lentamente en la estepa, como si fueran puntos negros. Zhanbolat se echa la siesta, Aitolyk comienza a preparar más bollos y los jóvenes se pegan a los teléfonos móviles y comienzan a postear fotos en Instagram.
Un solitario camello, que deambula cerca de la casa, rompe el monótono paisaje. Los Karanov tienen camellos por su carne, su lana y por darle un toque exótico al conjunto, aunque más arriba, en las montañas, otras familias kazajas los pastorean. Sin embargo, este camello solitario vive con la familia. Creció con las vacas por azar y se considera a sí mismo una vaca así que no puede vivir con su “familia biológica”. Al contrario que otros de su especie está acostumbrado a la gente. No huye y no escupe y deja que lo acaricien.
Por la tarde, antes de que el sol se oculte sobre el horizonte amarillo, la familia juega a voleibol cerca de casa. En el primer set el equipo masculino gana al femenino pero en el segundo las chicas le dan la vuelta al marcador. El juego, lleno de risas, es merecido después de un largo día de kumís.
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