¡Ayuda! Me derribaron los mitos y ahora me enamoré perdidamente del idioma ruso

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El año 2020 básicamente se resumió en dormir y ver pantallas. Quizás fue por eso que, al ver anuncio de Instagram sobre un curso intensivo de idioma ruso, se despertó en mí un total interés: “Voy dedicarme en estas vacaciones de verano a aprender la lengua más difícil del mundo vía teleconferencia”, me dije.

Alerta spoiler: el séptimo idioma más hablado del mundo no era para nada difícil, y no porque yo tenga el don de aprender lenguas complejas en poco tiempo, sino porque era tan fuerte el preconcepto de dificultad que había puesto sobre este idioma que al conocerlo mínimamente me di cuenta de que no lo era en absoluto.

“¿Tienen conocimientos previos de ruso?”, nos preguntó el profesor vía Google Meet en la primera clase. “Literalmente dos palabras”, le respondí, y ni siquiera muy largas: “dá – niet”. Sin embargo le expliqué que mi mayor miedo al enfrentarme a esta lengua era su alfabeto cirílico. Ya no solo era aprender nuevas palabras, sino su nueva escritura y lectura. “Eso se soluciona en media hora, nos dijo. (???) Por supuesto nadie le creyó.

Eliana Toro estudiando el ruso.

Lo cierto es que en dos semanas, con tan solo cuatro clases cursadas, ya estábamos hablando y leyendo nuestras primeras oraciones en ruso. El profesor se había ganado nuestra confianza y había derribado la primera cortina de hierro del prejuicio ante este idioma.

Ciertamente, él no sabe que, cuando se presentó en el grupo de WhatsApp con el nombre de usuario “Hugo Montano, profesor de ruso”, ya me había imaginado en mi cabeza a un viejito canoso de barba larga con marcado acento eslavo que decidió donar al bien común sus horas de siesta y lectura a enseñarle ruso vía internet a un puñado de curiosos. Pero el “profe Hugo” tenía 33 años (cuatro menos que yo) manejaba una moto más grande que mi baño y su amor por el idioma ruso le sobresalía por la pantalla.

Hugo tuvo tantas cortinas de prejuicio que derribar, que, literalmente, necesitó tomarse media hora por clase solo a responder dudas sobre Rusia, voltear mitos y aclarar que la gente en ese país no suele montar osos, caminar armados con AK-47 ni bañarse en lagos congelados por deporte, entre otras cosas. Uno no nace con prejuicios, los aprende, y luego, si tiene suerte, los desaprende.

Pero fue un breve dato durante la clase de adjetivos calificativos el que terminó de desmantelar el mito sobre la fría, dura, inaccesible hasta para Napoleón y lejana Rusia. Hugo empezó a enseñarnos los colores y nadie entendía por qué estabamos aprendiendo sus nombres en una clase sobre adjetivos. “¿Sabían que según el antiguo ruso, la palabra красная tiene la raíz ‹крас› que significa ‘bonito’? Con lo cual cuando hablen de la Plaza Roja ‘красная площадь’ en antiguo ruso estarán diciendo Plaza Bonita. En ruso, todos los colores son adjetivos».

¿¿¿Perdón??? ¿Cómo que la Plaza Roja no hace referencia al comunismo, a la sangre o mínimo al color de los ladrillos? “No, es tan solo una plaza bonita, solo que nadie la llama así”. Y sí, lo es, mucho.

Creo que a partir de esa clase dejamos de tomarnos los espacios de media hora de derribo de mitos para concentrarnos puramente en el idioma, pero vaya que sirvieron.

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