Al venir al mundo (en abril 12 de 1960) los médicos descubrieron que padecía una rara malformación congénita obstructiva del sistema circulatorio (Tetralogía de Fallot) que impedía la oxigenación eficiente de mi organismo. Entonces ya se sabía que sólo una cirugía reconstructiva que “reconectara” mi corazón podía impedir que muriera a una edad muy temprana. Se trataba de un procedimiento quirúrgico muy complicado, que en los años 60 ofrecían unas pocas instituciones élite en todo el mundo y por supuesto, ninguna en Cuba.
Hay que decir que inmediatamente mi familia movilizó sus escasos recursos en función de mi vida. Mi abuela materna nos arrastró a todos en un largo viaje desde un extremo a otro de la isla para rogar por mi salud en los principales santuarios de la Virgen, con el beneficio extra de alejarme de los vapores de la refinería de petróleo al este de la bahía de La Habana, cercana a nuestra casa familiar, en el reparto Modelo, en Regla.
Poco más se podía hacer porque, aun cuando se cumpliera el sueño de una operación, cualquier manipulación debería esperar a que mi cuerpo creciera un poco.
Así llegamos a agosto de 1960, uno o dos días después del famoso discurso en el Estadio del Cerro en que Fidel anunciara la nacionalización de las empresas del capital estadounidense en la isla. Ese día ha sido inolvidable para los cubanos porque el comandante perdió la voz momentáneamente y porque, cada vez que mencionaba el nombre de una compañía, el pueblo respondía: “…se ñamaba”, “…se ñamaba” -un choteo cubano por “se llamaba”.
Huyendo del calor y de los efluvios de la refinería, que ponían un color cetrino en mis labios y uñas, mi abuela y mi madre se habían hospedado conmigo por unos días en el motel La Ermita, de Viñales, en Pinar del Río; un ambiente inmejorable para mí. Allí también llegó Fidel. La pequeña comitiva del entonces primer ministro ocupó el ala de cabañas del pequeño hotel (hoy es mucho más grande) y por supuesto algunos huéspedes fueron transferidos a otras habitaciones. Nosotros no. Enterado por su personal de nuestra situación, el líder decidió que no nos movieran y no tardó en presentarse con su médico de cabecera para que me reconociera y presentar sus respetos.
La visita se repitió al día siguiente y esa vez aceptó un té que mi abuela preparó mientras él asediaba a mi madre con preguntas sobre cada detalle de mi situación de salud. Luego se despidió y al amanecer continuó su viaje. Para una modesta dependienta de una tienda por departamentos como era mi madre, la cortesía del adorado caudillo rebelde ya era bastante.
Inesperadamente, a los pocos días de estar de regreso en la capital, mi madre fue citada desde la Oficina del Primer Ministro para recibir las llaves de una casa en un barrio alto y muy fresco de La Habana donde he residido desde antes de mi primer cumpleaños.
Vinieron entonces días difíciles. El 15 de abril de 1961 unos aviones enmascarados norteamericanos bombardearon el aeropuerto de Ciudad Libertad, a un kilómetro apenas de nuestro nuevo domicilio. Siguieron la invasión mercenaria por Playa Girón, la hostilidad abierta de los Estados Unidos y la Crisis de Octubre… Pero Fidel no olvidó.
Un domingo de principios de 1963 sonó el teléfono en nuestra casa: ¡Era Fidel! Ese día conversó largo con mi madre.
Según ella me contó años después, Fidel se adentró en explicaciones sobre mi enfermedad, le recomendó libros que podía revisar sobre el tema (algunos que ella ya había buscado) y analizó con ella incluso detalles de una posible cirugía. También le pidió que me llevara a conocerlo.
El interés de Fidel por saber de enfermedades cardiacas le llevó a dominar las carencias de ese servicio en Cuba. No sería difícil comprobar que ese conocimiento estuvo en el origen del Instituto de Cardiología y Cirugía Cardiovascular de La Habana. El instituto, con base en una
moderna instalación hospitalaria nacionalizada, obtuvo equipos en esos mismos años y formó especialistas capaces de realizar las más difíciles operaciones a corazón abierto. Mi madre siempre opinó que las gestiones previas a mi operación fueron parte de ese proceso.
Emociones de esos momentos formaron mis primeros recuerdos conscientes: La alegría de mi madre y de mis tías; la visita a las oficinas junto a la casa de Celia Sánchez en El Vedado y mi encuentro casual e inocente con personas que ya reconocía como el Che y otros dirigentes, además de con Fidel. El niño que fui intentó esconderles tras su espalda diminuta para presentárselos a su madre… y nunca lo olvidó.
El sueño de mi operación se iba a hacer realidad. Mi madre contaba con orgullo que no dudó al decidir entre operarme en los Estados Unidos o en la Unión Soviética. Para ella estaba todo muy claro: ¡Solo pondría la vida de su hijo en manos amigas! El tiempo pasó volando. Luego, el pastel de mi cuarto cumpleaños con el dibujo de un aeropuerto, la ilusión del viaje en el Tu-114, la escala en Múrmansk, la nieve… tres meses en la URSS y nacer otra vez.
Mi operación se realizó finalmente el 24 de junio de 1964. No recuerdo cuanto tiempo estuve ingresado con mi madre en la Clínica de Cirugía Experimental Profesor Petrovski, de Moscú. En todo caso fue tiempo suficiente para descubrir los trolebuses que corrían tras el extenso jardín
del hospital, hacerme compinche de mis amiguitos rusos Sacha y Natalia; cómplice de Cacha, la empleada que a escondidas me suministraba golosinas, y enamorarme perdidamente de Lucy, mi enfermera… Nunca he vuelto a disfrutar tanto de un puré de papas y en ningún lugar del mundo volví a probar una crema de leche como las de allí.
Mi padre, que también viajó con nosotros, nos visitaba en el jardín y yo esperaba sus visitas para arrastrarlo a cortas aventuras de corsarios entre las margaritas y para que soldara con el fuego de sus cerillas mis jugueticos plásticos. En el hotel y sin dominio del idioma, no entendía
por qué milagro en pocas semanas ya yo me hacía entender con una extraña mezcla de español y ruso. Algunas palabras se han quedado conmigo para toda la vida.
Una vez operado y pese a una larga y cuidada convalecencia, mi vida cobró una extraña velocidad. En brazos de mi madre caminé por la Plaza Roja, visité el Mausoleo de Lenin (fue difícil mantenerme en silencio: “Mami, mami, ¡mira a Lenin dormido…!”) Compré a una viejita caramelos con forma de gallos y cisnes y luego deliciosos helados de crema; crucé el puente sobre el río Móscova a hombros de mi padre bajo la luz de miles de fuegos artificiales, de camino a celebrar el 26 de Julio en nuestra Embajada (me las arreglé para obligarles a vaciar una fuente para recuperar un juguete, mientras yo incursionaba entre los tambores de la orquesta…). También desbanqué a mi madre en la más maravillosa e inmensa juguetería de Moscú.
Sobre todos esos recuerdos y con cada uno de ellos Cuba, liubov moia… [“Cuba, mi amor”, en español, notas de Russia Beyond], la melodía cantada por todos para trasmitirnos, más allá de los idiomas, su amor y simpatía. Era sólo decir que éramos cubanos y el mundo se llenaba de sonrisas. Nunca he regresado. No pierdo las esperanzas, pero no ha hecho falta. Durante las horas que duró mi operación recibí tantas transfusiones que toda mi sangre se renovó con sangre de donantes soviéticos. Soy un cubano que siempre sintió a los rusos tan cercanos como a sus propios compatriotas. En Cuba, en África, en Europa; donde quiera que la vida me ha llevado y he encontrado a un compatriota ruso, le he hecho saber que puede contar conmigo como se cuenta con un familiar y a veces he podido ayudarles. En algún momento también les he reñido como se riñe con un hermano al que al final siempre abrazamos.
Creo que eso quería Fidel. Sé que lo hizo con innumerables personas de muchos países. Tendió puentes irrompibles. Gracias a él y a la ciencia soviética mi vida creció y debo reconocer que (aun con muchos errores, excesos y frecuentes tropezones) ha sido una buena vida. Los rusos y el mundo lo deben saber.
Este 24 de junio volveré a brindar por la vida, por la amistad y por Fidel.
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